“...Para entonces yo comenzaba a sentirme un hombrecito. Una noche de regreso de un fandango, tuve que pasar por la plaza frente a la iglesia. Por aquel tiempo la luz eléctrica se iba a las 11 en punto de la noche. Yo venía con mis chispas en la cabeza por haber tomado unos tragos, pero no estaba borracho. Apresuré el paso para llegar pronto a casa; entonces había mucho respeto por los padres. Al acercarme a la iglesia comenzaron a sonar las once campanadas. Iban por diez golpes cuando se apagó la luz. En ese instante escuché un ruido tremendo dentro de la iglesia, como si de un solo empujón hubieran corrido todas las bancas y el altar mayor contra la puerta. La tierra se hundía y yo pisaba en alto y bajo, pero no corrí. Me detuve: la plaza estaba envuelta en la mayor obscuridad. Nuevamente oí que barrían en el interior de la iglesia. Después escuché con claridad el murmullo de muchas voces que rezaban:
“Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores…”
Mi valor no me permitía correr, pero sí me di prisa en alejarme. Al llegar a la esquina volví el rostro. El coro proseguía, aun cuando lo escuchaba más distante”.
“Estoy seguro que eran los difuntos que rezaban para que les fueran perdonados los pecados cometidos en vida”.
Pedro González Herazo