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El Nombre de la Infancia (fragmento)

Sucre es un departamento entrañable por sus valores humanos, sus ciudades, sus pueblos, sus caseríos de vereda. Pero es en Tolú donde siento a Sucre, a Colombia, a la tierra. Tolú ha variado mucho desde la infancia. Por eso trato de rescatar ilusoriamente tanto ese Tolú como esa infancia, a través de Cedrón, ese pueblo imaginario de mis tres novelas.

Porque me gustaría (es realmente lo que más me gustaría en el mundo) vivir y morir aquí, en Cedrón. Entre sus árboles. Entre sus horas que cambian, no al compás del viento sino del mar. En Cedrón, donde es dulce la brisa, y las noches tienen un olor espeso y animal, de mujer que ha sido larga y reciamente frotada con avispas y jazmines. Oír en las mañanas, mientras la humedad se vuelve rocío en las hojas de los clemones y los almendros, los pregones de las vendedoras de sábalo y bollo limpio y te asomas a la puerta y las miras caminar. Lo hacen entre un aire tan leve y azul que parece la ultima evocación de un moribundo. Ellas caminando, si las vieras. Depositarias de una vieja sabiduría, de una vieja esperanza. Avanzan, las bateas sobre sus cabezas, con un garbo que, después de concentrar todo su brío en los pies, se arremolina en las caderas y, subiendo por el tubo de la garganta, les adhiere las mejillas a los huesos y hace arder en sus ojos un orgullo secreto. Si las vieras, te repito, pues hay que verlas caminar. Comprendes, entonces, que trasladar el cuerpo de una parte a otra, trasladarlo simplemente, es un arte supremo que por ellas, por existir ellas para ejercitarlo, no ha sido olvidado. Y esos niños que brincan frente a las olas y, de pronto, se paralizan en un gesto reflexivo oyendo gemir el día entre la espuma o, guiados por su propia ensimismada lentitud, se inclinan de vez en cuando a recoger caracuchas o piedrecitas intencionalmente modeladas (esos códices o estatuillas de reinos abisales) por el mar.

Tal vez pueda contar, algunas veces, con el regalo de concentración de los hombres que regresan de la pesca (en ese instante no son comunes y corrientes, pertenecen a la levedad, al poderío, a la angustia y a la zozobra del mar ennoblecidos por el brillo irreal, bogando silenciosos en sus cayucos). Y la anciana que, a pocos pasos de ti, remueve las brasas de su fogón para que se ahúmen a conciencia las porciones de yuca, de un plátano verde o de una mojarra, mirando con arrobado agradecimiento (pues ella sabe que esa oportunidad de formar parte de la paz que contempla, y que ella misma ayuda a generar, es algo que le ha sido particular y duramente otorgado) a la vecina que canta mientras barre su pretil. Y las casas blancas, de cenefas azules, temblando al mediodía, entre los guamachos y los cedros, con el mismo dulcísimo furor de un grupo de palomas al iniciar un vuelo.

Y en este recuerdo están los caballos corriendo en la calle real, en las apuestas de San Juan, mientras gritan los chalanes, abrazados o de pie sobre las sillas o lanzando al aire sus sombreros de cabuya…

Así es Cedrón, donde las horas son lentas. A donde llegan los hombres de la montaña, se desmontaron de sus camiones llenos de perendengues y pajodéticos, compraron todos los patios de la orilla ( donde erraban algunos ángeles de púrpura y alumbre que endulzaban la mirada de los niños, hacían el más fino susurro de los mochuelos y llenaban de intenso desvelo el parpadeo de las acacias y los tamarindos) y atiborraban sus flamantes casonas de olores, acentos y sabores forasteros y utensilios eléctricos, y los viejos lugareños – sentados en sus taburetes, con sus dientes cariados y sus riñones afectados por el paso del tiempo cargado de sal – quedaron indagando con desvalida inocencia, en la tarde, a la entrada de sus casas, también carcomidas como sus huesos y sus sueños, mostrando aquel súbito apogeo Medellín beach en que se convirtieron sus mal vendidos patios: ¿y cómo te parece el progreso de Cedrón, mijito? Y ver la tarde agonizando, como una colosal mariposa, al otro lado del mundo. Y oír el mugido de los toros (esa mezcla de dulzura que ronca y fiereza que suspira) que van o vienen del lado de Coveñas...

Y ver a la niña Narza, sentada en un mecedor en la terraza de su hotel, con toda la luz del crepúsculo coagulada en sus lentes, mientras en el fondo del patio, frente a la cocina, una muchacha negra, cantando muy contenta, acaricia una gallina acabada de pelar, y la gallina también parece muy contenta de haber muerto y de que la acaricien después de pelada, mientras se canta. Y todos estamos contentos de vivir allá lejos en el Cedrón de mis sueños, donde sigo viviendo y he de morir y seguir viviendo cuando haya muerto y ya no vivo nunca.

Héctor Rojas Herazo

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